Lo que hay en el fondo del pecado, de ese pecado que desencadena sufrimiento al intentar huir del sufrimiento, es lo que abunda en el corazón humano. Y eso que abunda en el corazón humano no es otra cosa que el Ego, el yo: estamos llenos de nosotros mismos. Todo el dinamismo del pecado surge de esta fuerza cerrada sobre sí misma y profundamente egoísta que existe en nosotros. Nos pasamos la vida defendiendo nuestro yo, embelleciéndolo y protegiéndolo a cualquier precio, sobre quien sea y como sea.
El ego no soy yo. Mi verdadero yo es el que se revela en Cristo: ser hijo del Padre, ser el lugar donde Dios actúa a sus anchas. Mi Ego obstruye ese plan y en vez de hacer una vida para el amor, hace una vida para el egoísmo, para la búsqueda de sí mismo. El Ego no me deja ver lo que verdaderamente soy. Es curioso ver en el Evangelio cómo los pecadores, aquellos que tienen su Ego acongojado, suelen ser conscientes de que no valen nada, por lo que acogen el mensaje de Jesús con alegría y disponibilidad. En cambio los que se creen justos y buenos, los que están seguros de sí mismos, no sólo se cierran al anuncio de Jesús, sino que hacen todo lo posible por destruir a Jesús. Así de agresivo es el Ego.
¿Cómo actúa el Ego?
El Ego percibe al otro como amenaza: es impresionante descubrir lo pronto que en la vida aprendemos a captar a los demás como posibles amenazas para nosotros: nos pueden quitar lo que es nuestro, nos pueden disputar a las personas que amamos, nos pueden quitar nuestro espacio, nuestro protagonismo, nos pueden hacer sombra. Por eso, uno de los impulsos más primitivos del ser humano es anular al otro, para que no nos amenace.
El Ego compite: al percibir al otro como amenaza se da comienzo a una competencia: hay que destacarse por encima de los otros, hacer y decir cosas que nos distingan de los otros, vencer a los otros. ¿Nos hemos dado cuenta como la mayoría de los juegos, tanto individuales como de grupo, suponen vencer a los demás? La competencia atraviesa toda la vida: el estudio, las amistades adolescentes, el mundo del trabajo, la familia, la relación conyugal. El otro no se percibe en la práctica como un hermano, sino como un enemigo potencial que hay que vencer y del que, al menos, no se debe uno dejar ganar.
El Ego es cruel: una de las cosas más dolorosas es comprobar el nivel de crueldad que pueden tener los niños con otros niños: bromas, burlas, insultos, trato desconsiderado. La crueldad surge de la necesidad de imponerse sobre el otro para así poder afirmar el yo. Aunque con los años se suavice la apariencia externa de la crueldad, su semilla interior permanece. Por eso somos tan radicales para juzgar los defectos de los demás, y por eso nuestras críticas son implacables. Solemos juzgar, criticar, etiquetar, apreciar, despreciar y burlarnos sin calcular el daño que podemos hacer. Y lo que decimos al juzgar y al criticar, lo decimos en nombre de la verdad; pero en el fondo lo decimos para afirmar nuestro Ego: “yo tengo la razón, el otro no la tiene.”
El Ego se defiende: se defiende incluso cuando no lo están atacando. El Ego suele ver ataques en los comentarios de los demás, en lo que dicen, en lo que callan, en lo que deciden. Gastamos muchas energías protegiendo lo que creemos ser. A codazos defendemos nuestro lugar en el mundo, mostramos que tenemos valía y nos protegemos de todos los ataques reales o no.
El Ego engorda: uno se pasa la vida engordando el Ego, llenándolo de posesiones, de bienes, de personas, de todo lo que uno cree que le hace falta. La función de los bienes de consumo en la sociedad capitalista no es otra que permitir la afirmación del Ego, hacer que las personas se sientan mejor gracias a lo que poseen. Y dentro de esta lógica, todo, incluidas las personas que amamos, los conocimientos que tenemos y las ideas que se nos ocurren, se vuelven una posesión que afirma nuestro Ego.
El Ego busca reconocimiento: esta es la gran dolencia de la humanidad: hacer las cosas para buscar aplauso y reconocimiento, para lograr que los demás nos feliciten y nos vean valiosos. No ser reconocidos es como no existir, es uno de los grandes dolores de la vida. Por eso desde que aprendimos a llorar a gritos para llamar la atención, nos hemos pasado la vida haciendo lo mismo, para ver si alguien nos ve y viéndonos nos reconoce. Esto se vuelve en un dinamismo tan intenso que llega el momento que uno ya no sabe si hace las cosas con recta intención o simplemente para ser reconocido y valorado. Jesús decía: “supongan un árbol bueno, y su fruto será bueno; supongan un árbol malo, y su fruto será malo; porque por el fruto se conoce el árbol. Raza de víboras, ¿cómo pueden ustedes hablar cosas buenas siendo malos? Porque de lo que abunda en el corazón habla la boca” (Mt 12,33-34) ¿Qué es lo que abunda en nuestros corazones? ¿Nos hemos dado cuenta que el gran tema de nuestras vidas, eso de lo que habla la boca, somos nosotros mismos: “YO pienso, YO digo, YO quiero, YO creo, YO hago, YO deseo, YO no me dejo, si me atrevo…” Sólo en teoría vivimos pendientes de los demás. En la realidad, en la cruda realidad, vivimos pendientes de nosotros mismos, cuidando nuestro Ego, llenándolo de bienes y placeres, regalándole todos los gustos que pida, defendiéndolo de todos los ataques posibles y poniendo a su servicio todo lo que nos rodea. Y lo hacemos, porque creemos que si nuestro Ego está contento, nosotros también lo estaremos, cuando lo que en verdad sucede es que nuestro Ego nunca se llena, siempre pide más. Satisfacer nuestro Ego es una tiranía. El culto a nuestro Ego no nos deja ser felices y, sobre todo, cuesta mucho, mucho esfuerzo, mucha angustia, mucho dinero, muchas vidas sacrificadas para que el Ego se sienta a gusto.
Dios, en cambio, no es Ego. Dios es amor y es amor absoluto. Amar no es agarrar, sino entregar. Amar es, en síntesis, desapropiarse, perder, negarse a si mismo por amor. El problema es que el Ego no sabe negarse a si mismo, no sabe perder, casi nunca se da por vencido y suele llevar todas las batallas hasta las últimas consecuencias, hasta la destrucción del otro e, incluso, hasta la mutua destrucción. Dios, en cambio, todo lo pierde con tal de ganarnos a nosotros.
Todo pecado es siempre contra el primer mandamiento. Todo pecado es siempre contra Dios. El plan de Dios es sacarnos de nuestro encierro, lograr que dejemos de defendernos y de ver a los demás como enemigos potenciales y que aprendamos a entregarnos, incluso a perdernos, por amor a los otros, porque sólo el que pierde su vida por amor, la salvará. Pero como eso resulta tan extraño a la manera humana de vivir, preferimos alejarnos de Dios, negarlo e incluso destruirlo en nuestras vidas, para poder ser libres, sin darnos cuenta que esa pretendida libertad nos hunde en la tiranía del Ego.
No hay que mirar afuera. No es de fuera de donde viene lo que nos hace daño. El dolor que nos destruye sale de lo más hondo del corazón, de esa fuerza que nos hace creer que debemos vivir para defendernos y robustecernos a cualquier precio. Amar, en cambio es perder. De nada sirve tener la razón si se pierde a un hermano. Es más importante ganar al hermano y perder la razón. Dios es un gran perdedor: Hay que aprender a perder, pues sólo se gana al perder y sólo negándonos a nosotros mismos, encontramos lo que teníamos a nuestro alcance desde el principio, la verdadera felicidad.
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Porque, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16,24-26a)
A través de este blog quiero compartir algunas reflexiones que han hecho cambiar mi manera de pensar la vida y han sido bastante útiles para mi vida espiritual.
lunes, 11 de octubre de 2010
EL EGO, LO QUE ABUNDA EN EL CORAZÓN
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